NAPOLEÓN, MÁS SOBRE ÉL

En el año 1810, en España reinaba José Ihermano de Napoleón Bonaparte, el victorioso general francés que acabó proclamándose emperador hasta su derrota ante británicos y prusianos en Waterloo. Durante esta ocupación francesa, el gobierno español auspiciado por París quiso reorganizar administrativamente todo el país, y entre otros cambios, quiso imponer una división por provincias muy distinta a la actual.

Tal y como recoge Xataka, el diseño corrió a cargo de José María de Lanz y de Zaldívar, que se inspiró en la división administrativa de Francia. La idea era aprovechar los accidentes naturales e intentar que cada provincia tuviera aproximadamente el mismo tamaño. Lanz acabó con los nombres históricos y quiso que cada provincia llevara el nombre del río o los ríos dominantes. Así, estaban Ebro y Jalón, Guadalquivir Bajo, Duero y Pisuerga, Segura o Miño Alto. Además, se establecían nuevas capitales no necesariamente tradicionales: localidades como Astorga, La Carolina, Ciudad Rodrigo o Jerez se convertían en capitales de provincia.

El problema es que este método ignoraba realidades históricas y se tomaban decisiones como dividir Zaragoza en dos provincias. Finalmente, el fin de la ocupación francesa acabó con este esquema y en 1833 se adoptaría uno ya muy parecido al actual. El nombre que Napoleón dio a las cuatro provincias españolas ocupadas en 1812: El Emperador invadió España en 1808 y colocó a su hermano José Bonaparte como Rey.

Francia y España se han enfrascado a lo largo de la historia en múltiples enfrentamientos y, algunos de ellos, han tenido consecuencias de ámbito territorial. Por ejemplo, la Guerra de los Treinta Años del siglo XVII, que enfrentó a ambos países y supuso el final de la hegemonía española, se saldó en 1659 con la cesión de una parte de los territorios situados al norte de Cataluña (Rosellón y parte de Cerdaña) a los galos. O la última contienda bélica entre ambas naciones, que se registró en 1808, bautizada como la Guerra de la Independencia, en la que nuestro país sí consiguió resistir a los envites napoleónicos y proteger finalmente la integridad territorial. A pesar de la resistencia, Napoleón consiguió dominar parte de nuestro país durante un tiempo. El emperador, que penetró con sus tropas en territorio español bajo la treta de ir a atacar a Portugal (aliado británico) a finales de 1807, logró ocupar Pamplona, Barcelona y Madrid en el corto trecho de un mes (entre febrero y marzo). A partir de ahí, el 2 de mayo se inició un levantamiento popular en Madrid que acabó extendiéndose por todo el territorio y dio inicio a la Guerra de Independencia, que acabó expulsando a las tropas napoleónicas de España, aunque no concluiría hasta 1814. Mientras tanto, durante esos seis años y con el control de ciertas zonas de España, Napoleón tuvo mucho margen para hacer y deshacer. Y, una de las cuestiones que modificó fue la distribución territorial, hasta el punto de cambiar el nombre de las cuatro provincias catalanas. Y es que Cataluña fue el territorio español que mayor tiempo estuvo ocupado: de hecho, Barcelona no quedó liberada del ejército francés hasta mayo de 1814. Así las cosas, la distribución territorial quedó de la siguiente manera: la actual provincia de Barcelona quedó rebautizada como departamento de Montserrat; la actual provincia de Lleida, como departamento del Segre, aunque con capital en Puigcerdà ya que Lleida quedaba excluida y formaba parte del departamento de las Boques de l’Ebre, con Tarragona como capital; y, finalmente, la actual provincia de Girona, como departamento del Ter. Este rediseño territorial fue decidido por Napoleón y su hermano José Bonaparte (rey de España entre 1808 y 1813) en febrero de 1810, aunque no fue puesto en marcha hasta enero de 1812. Como forma para seducir a los catalanes, Napoleón dio alas al catalán y lo impuso como oficial tanto en la prensa como en la propia administración, además de traducirse el código civil al catalán. También se atribuye a esta época el nacimiento del concepto de Països Catalans, ideado por el corregidor de Girona Tomàs Puig, que se puso a disposición de los franceses para buscar la independencia de la monarquía hispánica. Lo cierto es que las reminiscencias de la invasión napoleónica de España resuenan todavía por las calles de Barcelona, que alberga dos arterias importantes con nombres de importantes batallas de la Guerra de Independencia: por un lado, está la calle Bailén, ciudad jienense en la que el ejército de Napoleón sufrió su primera gran derrota en España (y a nivel europeo); y, por otro lado, está la calle del Bruch, en memoria de la batalla del Bruch, un municipio que consiguió detener el avance de las tropas napoleónicas a golpe de tambor. Las manías más extrañas de Napoleón, un emperador obsesionado con la limpieza. 

Las memorias de Mmme de Rémusat, una dama de la emperatriz Josefina, reeditadas por Arpa, revelan detalles singulares de la personalidad del corso.

Madame de Rémusat acababa de cumplir 22 años cuando Napoleón la nombró dama de compañía de la emperatriz Josefina. Desde entonces, 1802, no solo se convirtió en la confidente y gran amiga de la señora Bonaparte, consolando sus penas y ofreciéndole consejo de forma sabia, sino también en la compañera habitual de conversaciones de su marido, el emperador de Francia. Esta mujer, una noble inteligente y sensata que había perdido a su padre y a su abuelo durante la revolución, casada con el conde de Rémusat, a la postre nombrado por Napoleón como su chambelán imperial, fue testigo de todas las intimidades y eventos registrados en la corte consular. Si bien Madame de Rémusat exaltó al principio de esta aventura al corso como "el Hombre del Destino", su marido y ella no mostraron reparos en darle la espalda a la causa del emperador cuando los reveses militares se iban encadenando. A la hora de escribir su memorias, editadas ahora por la editorial Arpa bajo el título de Las guerras privadas del clan Bonaparte y con los comentarios Xavier Roca-Ferrer, Napoleón figuraba como un hombre al que ella había "amado y admirado, juzgado y temido, sospechado y finalmente odiado y abandonado". "Mis opiniones han hecho camino con él", escribe Claire de Vergennes (1737-1824), "pero siento que mi espíritu está tan lejos de los ataques de una recriminación personal que no me parece posible apartarme de la mesura que debe siempre acompañar a la verdad".

En sus memorias, redactadas tras la caída de Napoleón y cuando su matrimonio se había amoldado a la perfección a la Francia de Luis XVIII, Madame de Rémusat no solo vierte interesantes descripciones sobre los continuos choques entre los Bonaparte, la familia del emperador, y los Beauharnais, parientes de la emperatriz Josefina. Su ironía destripa las curiosidades de la corte y los comportamientos más extravagantes del propio Napoleón, un hombre "bajo y desproporcionado, de cabellos ralos, mentón corto y mandíbula cuadrada". Ataques de cólera: El corso, según dejó por escrito la dama, manifestaba una desorbitada obsesión por la limpieza. Durante sus campañas era necesario enviarle ropa de cama y trajes a diversas localizaciones a la vez porque los ensuciaba deprisa: "La menor mancha le hacía retirar una pieza de ropa y también la menor diferencia sobre la calidad del lino. No se cansaba de decir que no quería ir vestido como un oficial de la guardia", relata Madame de Rémusat. Hacerse la manicura era otra de las tareas de aseo a la que más tiempo y cuidados dedicaba el emperador: contaba con una gran cantidad de tijeras para cortarse las uñas, porque las rompía y las tiraba al suelo si no estaban suficientemente afiladas. En cuanto a las fragancias, Napoleón jamás hizo uso de perfume alguno, según la dama de su primera esposa —la segunda sería María Luisa de Austria—: "Le bastaba el agua de Colonia, con la cual inundaba su persona tan generosamente que llegaba a gastar sesenta garrafas en un mes". Respecto a su barba, lo pasaba ostensiblemente mal cada vez que un barbero se le acercaba, por lo que hubo de aprender a afeitarse él mismo, tarea que le resultó muy dificultosa.

Napoléon, según el relato de esta persona que vivió en su corte, era un ser ciertamente extraño e impulsivo, propenso a unos ataques de cólera "violenta y positiva" que aterrorizaba a sus subordinados. "Se acostumbró tanto a ignorar a cuantos le rodeaban que este desprecio del prójimo pasó a ser una de sus costumbres", relata. Y hay más: "Si un criado le causaba alguna impaciencia al vestirlo, la emprendía brutalmente contra él sin tener en cuenta a los presentes ni su propia dignidad y arrojaba al suelo o al fuego la prenda que se le resistía".

Entre las costumbre más extrañas del Napoleón enfurecido se hallaba también la de atizar el fuego de la chimenea con el pie, de modo que las suelas y sus botas se le quemaban. El emperador se solía levantar a las siete de la mañana y sus despertares eran "por regla general tristes": "Sufría con frecuencia espasmos convulsivos de estómago que acababan en vómito" y de vez en cuando desarrollaba brotes de pitiriasis, una descamación cutánea. Remusát define a Napoléon como un misógino y pone en su boca cosas como: "Conviene que las mujeres no pinten nada en mi corte. No me amarán, pero yo estaré mucho más tranquilo". Asimismo, repetía que las damas "solo sabían impresionar a los hombres con los coloretes y las lágrimas".  Aunque las curiosidades referidas ya resultan picantes, se echa de menos en las memorias de la dama de la corte algo más de luz sobre las supuestas cincuenta amantes que tuvo el emperador, un hombre que llegó a estar convencido de su esterilidad al no ser capaz de poder engendrar un hijo con Josefina.


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